Poder Judicial

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Teorí­a del Estado
  • Ha sido un error muy extendido, y sólo abandonado en fechas recientes, el desdén hacia el Poder Judicial como objeto de atención por el derecho constitucional, que había llevado su curiosidad a los otros dos poderes clásicos: Ejecutivo y Legislativo. Las razones parecen ser históricas. El Montesquieu del Espíritu de las Leyes creía que el...

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    Ha sido un error muy extendido, y sólo abandonado en fechas recientes, el desdén hacia el Poder Judicial como objeto de atención por el derecho constitucional, que había llevado su curiosidad a los otros dos poderes clásicos: Ejecutivo y Legislativo. Las razones parecen ser históricas. El Montesquieu del Espíritu de las Leyes creía que el poder de juzgar era en cierto modo nulo y escasamente peligroso para los ciudadanos. También Hamilton en El federalista decía que el judicial era el más débil de los tres departamentos del poder, porque ni influye sobre las armas ni dirige la riqueza, ni puede tomar una resolución activa. En esta antigua línea de pensamiento se insertan los tratadistas que afirmaron que no es un verdadero “poder” sino una simple “función” consistente en la aplicación pura y simple de la ley. Nada de esto es cierto ni resulta una comprensión adecuada, por ejemplo, a las normas de la Constitución mexicana, las cuales consagran el moderno entendimiento de la justicia como un poder independiente, gobernado por un Consejo de la Judicatura, y que se mantiene unido a través de la jurisprudencia por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Lógica que debe entenderse igualmente predicable de los sistemas de justicia de los estados. 

    La expansión de la juridicidad inherente al Estado de derecho ha llevado a jueces y tribunales a ejercer nuevas y variadas funciones, de esencial importancia, que difícilmente pudieron imaginar los liberales que en el siglo XIX realizaron la codificación; tantas, que ese Poder Judicial de mínimos se ha transformado en su magnitud. Hoy casi no existen ámbitos exentos de jurisdicción y en muchos Estados constitucionales se avanza en el control de los elementos reglados de los actos políticos del gobierno (incluidos ámbitos que pueden ser secretos de Estado o nombramientos de altos cargos) y de la discrecionalidad administrativa, mediante diversas técnicas. Los tribunales controlan también los procedimientos electorales y el escrutinio, superando el viejo modelo de revisión parlamentaria de las actas. Han aparecido nuevos órdenes jurisdicciones distintos al civil y penal, y jueces especializados en materias como la mercantil o la contencioso-administrativa. La justicia constitucional controla la constitucionalidad de las leyes, haciendo del Congreso, no un órgano soberano sino un poder constituido sometido a la Constitución. Y, día a día, los órganos judiciales revisan la potestad reglamentaria y los actos administrativos de diversos gobiernos multiniveles (la Federación, los Estados, y los municipios). El Consejo de la Judicatura ha asumido buena parte de las competencias sobre la administración de justicia con la finalidad de asegurar la independencia externa de la judicatura respecto de los otros poderes. En consecuencia, la organización del Poder Judicial y la determinación de los límites de sus funciones para impedir que invadan a otros poderes, incurriendo en una función de suplencia, han alcanzado una notable complejidad. Al tiempo, la independencia de los órganos judiciales es tan esencial para la propia supervivencia de la democracia constitucional que únicamente respecto de la justicia podemos realmente pensar en la necesidad de una verdadera “separación” de poderes, y no en un entendimiento más flexible de tal división como ocurre en la realidad con el juego de contrapesos entre el Legislativo y el Ejecutivo, incluso en los sistemas presidenciales. 

    En países como México, este poder debe adjetivarse con dos calificativos esenciales: “federal” y “difuso”. La Constitución reconoce una dualidad, el Poder Judicial de la Federación y aquellos establecidos en las Constituciones de los estados, siguiendo la influencia del constitucionalismo estadounidense, un modelo federal clásico que se superpuso a la organización procesal heredada de la colonia. Por otro lado, hoy tiende a comprenderse —siguiendo a la doctrina italiana— como un poder “difuso”, es decir, tan dilatado en su unidad como para que cada juez o tribunal sea independiente del resto en sus enjuiciamientos. Esta independencia interna es no menos relevante que la externa, y demanda una organización judicial desprovista de criterios de jerarquía y subordinación —a diferencia del Ejecutivo—, que alcanza su unidad mediante un sistema de recursos judiciales que vertebran la jurisprudencia, en particular, las sentencias constitucionales, la casación de la ley y la unificación de doctrina de los tribunales. 

    La función jurisdiccional ya no puede caracterizarse como la aplicación de la ley al caso, recurriendo a la teoría de la subsunción de los supuestos de hecho en normas abstractas y generales: una premisa mayor y otra menor. El juez no es la boca que expresa las palabras de la ley. Nada es tan mecánico ni automático. La realidad es harto más compleja y exige del juez un esfuerzo interpretativo. Los jueces construyen las normas a partir de diversas fuentes del derecho y mediante disposiciones de muy diversos rangos: constitucionales, internacionales, legales, reglamentarias; con las que a menudo no es sencillo alcanzar una interpretación sistemática y desprovista de contradicciones. La distinción entre creación y aplicación de la ley no puede comprenderse más que como ingredientes de un mismo fenómeno en diferentes dosis. Asistimos a un derecho cada vez más dúctil construido a través de principios generales, que dan una mayor imprecisión al canon o parámetro de enjuiciamiento. Las leyes actuales están repletas de remisiones, cláusulas generales y conceptos jurídicos indeterminados de no siempre unívoca inteligencia. La antigua unidad de la ley se ha descompuesto en una pluralidad de tipos de leyes con diversas funciones y objetos. Y la descentralización federal en diversos ordenamientos internos o la protección internacional subsidiaria de los derechos contribuyen a enriquecer, y a complicar, la selección de las fuentes. El juez moderno ejerce una cierta discreción —o discrecionalidad— judicial: dicta una verdadera decisión judicial responsable, limitada por la predeterminación normativa de las fuentes y su sujeción a la Constitución y a la ley. 

    En este escenario moderno, los derechos fundamentales de los justiciables que integran el derecho al proceso debido (la tutela judicial efectiva y las garantías constitucionales en los juicios) han contribuido a transformar la regulación de los procesos y la forma de ejercer la función jurisdiccional al hacer del justiciable —y no el juez— el centro de este servicio público en cuanto titular de unos derechos de prestación. La necesidad de interpretar de manera finalista y antiformalista los requisitos procesales, y no como obstáculos insalvables, de favorecer la subsanación de los defectos, de impedir situaciones de indefensión, de permitir la prueba, de garantizar los derechos al juez ordinario e imparcial y la igualdad de armas de las partes, son entre otros muchos, ingredientes esenciales de esta nueva organización. El juez moderno está comprometido por mandato constitucional con el Estado de derecho y los derechos fundamentales. 

    Una independencia judicial tan amplia y constitucionalmente garantizada, un poder tan difuso y dotado de funciones importantes deben tener como contrapesos la responsabilidad del juez por distintas vías (entre otras la disciplinaria ante el Consejo de la Judicatura), un serio sistema de reclutamiento objetivo y un régimen estricto de deberes, prohibiciones e incompatibilidades que aseguren que ejerce la potestad jurisdiccional con eficacia, exclusividad, independencia e imparcialidad.

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  • Última Actualización
    08/11/2019
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